LAS INTERNITAS
Al poco de la despedida, la niña de diez años, llamémosla Lucía, quedó perdida en aquel laberinto de amplitud cerrada, donde las puertas grandes, los techos altos y los pasillos infinitos la rodeaban, y ella, intuyó que debería de tomar una serie de decisiones, sin saber por donde empezar.
La maleta que le había acompañado en su viaje, desapareció junto con la madre Mª Antonia, no sin antes indicarle:
- Y ahora , vete al comedor que tus otras compañeras ya estarán cenando.
Lucía intentó cumplir la orden pero ¿dónde se hallaba ese comedor? Decidió subir unos tramos de escaleras rectas e iguales, nada parecidas a las de su casa, para continuar por el pasillo que a ella se le antojó muy, muy, largo. Cuando llegaba a la mitad del mismo, otra monja salida de no sabía donde, la increpó:
-Y tú, ¿ qué haces aquí? Hace rato que a las internas se les ha servido el postre.
Lucía, cohibida, no supo qué contestar y al poco oyó un ruido de platos y cubiertos que provenía de una puerta abierta. Llegó hasta ella y entró:
Niñas de todas las edades comían en mesas de cuatro en cuatro en una sala tan amplía, que nunca había imaginado, pudiese existir.
Después de sentarla en una silla libre, le trajeron en un plato, una manzana. Las otras niñas apenas la miraron, se ocupaban en pelar y trocear con cuchillo y tenedor, otras manzanas similares a la suya.
Lucía, en silencio, como el resto de sus compañeras, observó como pinchaban con el tenedor pequeño la fruta para cortar con el cuchillo, la manzana, y después, sin tocarla, la pelaban y se la comían.
En su pequeña experiencia de vida, la niña siempre había comido las manzanas a bocados y con frecuencia, recién cogidas del árbol, pero recordando los refranes de su padre “ allí donde fueres, haz lo que vieres”, decidió imitar a sus compañeras.
No tuvo suerte Lucía en su primer intento, la fruta salió disparada para darle a la monja en la toca que cubría su cabeza.
-¿ De dónde sales tú? ¿Quiénes serán tus padres? ¿ De qué familia procederás? ¡No se te ocurra ir a la capilla ni al dormitorio hasta que no aprendas a pelar esa manzana!
Mientras la pequeña, a su buen entender, se aplicaba en no tocar la manzana con las manos, observó que otras niñas, diferentes a las compañeras que se acababan de ir, comenzaban a retirar los platos, limpiar las mesas, barrer el comedor y colocar todo lo necesario para el desayuno del día siguiente.
Después de pasar aquella su primera noche con las monjas, donde recibió todas las regañinas que no había acumulado en sus diez años de existencia, por equivocarse y llegar tarde a todos los lugares donde se suponía tendría que estar, aprendió en los días sucesivos que, a esas niñas que hacían de criadas de ella, como antes lo fue su madre en el pueblo, las llamaban las “internitas”.
Al leer el libro Media Vida, ha recordado las muchas “Julias” del libro de Care Santos, que además de limpiadoras del colegio, no podían estudiar un bachillerato, ni siquiera el elemental, y, mucho menos el superior, en la España de aquellos años 60. Estas niñas por el hecho de ser huérfanas y pobres, solo podían aspirar a tener una formación profesional.
Sí, Lucía como Julia, era una niña pobre que vivía, en un colegio de niñas ricas de clase media alta, donde las internitas nunca se podían mezclar con las internas. Estaba prohibido hablar y jugar con ellas. Todas las estancias se hallaban separadas dentro del propio edificio. Incluso los patios, quedaban divididos por una alambrada que hacía de frontera entre estas dos clases sociales. Las monjas así lo habían instaurado en su colegio.
Luz del Olmo Veros